por David Ericson, Coordinador Regional de EEUU y delegado por primera vez en 2014
En el otoño del 2013, la comunidad San José La Montaña (Chalatenango, El Salvador) y la Iglesia Trinity Episcopal (Newtown, CT, EEUU) acordaron formar el hermanamiento más reciente de Iglesias Hermanas. En Trinity, calculamos que podríamos organizar nuestra primera delegación oficial en la primavera del 2015, pero después de tomar dos años para llegar al punto de comprometernos con una comunidad, no queríamos esperar 18 meses más, por lo que dos miembros de Trinity pedimos la oportunidad de conocer a nuestros nuevos compañeros y compañeras en la fe en persona para empezar a construir nuestro hermanamiento. Era un momento oportuno y auspicioso. Ya sea por casualidad o por la providencia, llegamos a San José La Montaña durante su fiesta patronal, lo cual fue un regalo extra. Y llegamos justo después de que el FMLN había mantenido la presidencia con éxito, lo que mejoró el ambiente de celebración gozosa.
Yo había seguido los conflictos en Centroamérica durante los años 80 y trabajé en movimientos por la paz y la justicia en aquel tiempo. Pero nunca había estado en El Salvador, así que pararme finalmente sobre territorio salvadoreño se sentía como una peregrinación. Asistimos a la misa del pueblo en el sótano de la catedral nacional y el vello de mis brazos se puso de pie mientras estaba parado al lado de a la cripta del Monseñor Romero, oí la teología de liberación predicada desde el púlpito en lugar de solamente leerla en un libro. Durante la ofrenda, además de presentar contribuciones al altar, los participantes también presentaron a la congregación una copia de la Constitución duramente ganada, la levantaron en todas las direcciones como un objeto digno de adoración, un recordatorio de lo que tanto sufrimiento había ganado y qué clase de comunión estaba en juego.
La partida a San José La Montaña, manejamos hacia el este, pasando pueblos donde el clero salvadoreño y las cuatro mujeres religiosas estadounidenses habían sido asesinadas junto al pueblo. A medida que nos acercamos a las montañas donde había habido una lluvia de guerra, y luego estar al lado de un nuevo amigo en la cima de una colina, mirando hacia el este al Río Sumpúl y Honduras, volví a pensar que esta tierra había sido consagrada por lo que sucedió allí. Y así fue. Pero no necesariamente en la forma en que yo había pensado.
La Coordinadora Regional de El Salvador, Julieta Borja, nos había dicho que San José La Montaña era un lugar especial, no sólo por la belleza natural de la zona, sino también por el espíritu de la comunidad. Y ella no estaba bromeando. Nos dieron la bienvenida con los brazos y corazones abiertos. El comité en San José La Montaña demostró un nivel de hospitalidad que cualquier iglesia estadounidense encontraría difícil de igualar. Ya sea en las citas programadas para ver las escuelas, clínicas, oficinas políticas y celebraciones públicas, o en las iglesias y las casas de la gente, en todas partes que fuimos, nos recibieron muy amablemente y nos invitaron a participar en la vida cotidiana.
Y en cada parada hubo más historias. Eran historias personales de la guerra, pero sobre todo las explicaciones de campañas del bienestar social y de las estrategias de organizar a la comunidad, celebraciones alegres y bromas constantes. Y con cada historia vino un sentimiento de agradecimiento a nosotros por haberla escuchado. Llegué a entender que el escuchar era nuestra tarea principal en esta peregrinación. Y he aprendido mucho, no tanto sobre el sufrimiento de la guerra, a pesar de que es un contexto necesario, sino sobre la capacidad de recuperación, la organización, la solidaridad y la fe, y sobre el progreso hacia la justicia que esas cualidades han permitido que el pueblo de Chalatenango haga. Ese espíritu ha consagrado esta tierra y la gente más que el sufrimiento que se vivió allí. O quizás es mejor decir que, donde la represión violenta trató de profanar el lugar y la gente con el fin de romper su resistencia, su resistencia inspirador ha consagrado la tierra y la gente.
Donde una vez los escuadrones de la muerte asesinaron a los niños, ahora un payaso los entretiene. Donde una vez una niña huyó a las montañas con su familia por varios años, ahora esa niña es alcalde de su municipio, facilitando una nueva clínica médica, programas educativos y campañas para poner fin a la violencia hacia las mujeres. Donde una vez un niño pequeño huyó solito a las montañas, con algunos de su familia asesinados, ahora un hombre adulto con una granja y una familia grande organiza mercados agrícolas locales. Donde una vez el analfabetismo no permitía que la gente siguiera adelante, ahora la alfabetización funcional se acerca al 90%. Donde una vez los padres no podían pagar una vez los uniformes que los niños necesitaban para la escuela, ahora los niños reciben uniformes gratuitos. Y las mujeres locales son pagadas para elaborarlos.
Donde una vez, como dijo el arzobispo Romero, había un pueblo crucificado, ahora hay un pueblo resucitado. Organizado. Disciplinado. Orgulloso de sus logros. Realista acerca de sus desafíos. Claro en su fe. Es un privilegio aprender de ellos y una alegría llamarlos amigos.
De vuelta a casa, me preguntaba cómo hablar de la historia complicada y la política delicada con mi congregación. Parece mejor comenzar con historias personales. Esto es lo que vi. Esto es lo que dijeron. Porque ahí es donde Dios aparece-y donde la solidaridad comienza- en las conexiones personales que hacemos con nuestros vecinos.
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